sábado, 4 de julio de 2015

Camila Ferrera, Agustina Yapor, Milena Bonifacini, Camila Vaccarini

Certeza

Mi nombre es Pelep, durante toda mi vida viví en la ciudad de Rafuko. Aquel día lo busqué todo: hombres, animales, plantas, sonidos, colores, movimiento, pero no encontré nada. Devastado, destruido y fúnebre había quedado mi pueblo, sin vida. Yo, inmóvil. No estuve en el instante en el que comenzó aquella guerra pero sí presencié su final. Me salvé porque aquella noche me fui de viaje. Ya de regreso, me encontraba a algunos kilómetros de la ciudad cuando vi aviones bombarderos dirigirse hacia ella. Cuando finalmente llegué ya era tarde.
Me senté, rendido. Pasado ya un largo rato, cerré los ojos un poco adormecido y una imagen irrumpió en mi mente, veía un lugar con esculturas prolijamente construidas en un pueblo silencioso pero vivo. Entonces emprendí mi nuevo viaje sabiendo con claridad hacia dónde me dirigía.
La trayectoria desde Rafuko hasta aquel pueblo tan soñado para mí fue totalmente desierta, solo me acompañaba el silencio que calmaba la tristeza que me invadía constantemente de tanto recordar la gran batalla. Al ver algunas construcciones asomarse en el camino, corrí con ansia de comprobar si eran verdaderamente reales. Me había guiado sólo por mi intuición, ¿Era posible estar viendo físicamente algo que vi entre sueños?. Cuando me adentré en aquel pueblo descubrí que sí, era posible.
Me senté a descansar y a lo lejos vi a un hombre arrodillado. Me reincorporé un poco y luego me acerqué hacia él. Este no dijo nada, solo me ofreció un fruto, desconcertándome. Le pregunté qué era pero no obtuve ninguna respuesta. Entonces lo agarré, olí el aroma que se apoderó de mí, y me entró un hambre descontrolado.
Pude recordar perfectamente el hambre que sentí aquella noche, luego de terminada la guerra. El día en el que yo había recogido un fruto como este de un árbol. Sentí que el frío, la muerte y la noche eran monstruos grandes e imposibles de calmar con tan solo un poco de comida. La angustia se alimentaba de mí y me sentía incapaz de hacer algo para mejorar.
Desesperanzado, probé un bocado de aquel fruto, y luego otro, y luego otro. Devoré aquella maravilla y después comencé a sentirme un poco adormecido. La imagen del pueblo con esculturas prolijamente construidas apareció clarísima en mi mente. Me levanté, arrojé a la tierra algunas semillas que no me permitían masticar con tranquilidad y, entonces, emprendí mi viaje sabiendo perfectamente hacia dónde me dirigía.



1 comentario:

  1. Repensar cómo se rompe la línea de tiempo, pues no construyen un relato acronológico. La anticipación y el breve recuerdo de un hecho pasado no alcanzan.
    Buena historia.
    Nota: 7

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