Odio el olor a desinfectante. Estas paredes blancas me encierran.
- -¡Thompson!- me gritó el celador.
Al rato me encontraba en el comedor, rodeado de niños que engullían esa pasta. Repugnante. Desde el día en que seis velas se apagaron por el desganado suspiro de uno de mis pulmones; desde ese día, llegaron las sumisiones y el silencio. Pero lo peor era mi respeto a una institución que se proclamaba como el puente entre los niños sin padres, sin tíos, sin abuelos, sin nadie. Con nadie. Pero realmente los aislaba entre ellos y para con el mundo; luego de un tiempo estos no podrían ser parte de nada.
Sin embargo, esto no me pasó a mí. Porque a los ocho…
- -Ya está, dejalo. Vení, vení- decía la voz.
Porque allí en el orfanato me mimaban demasiado. Necesitaba ver el mundo. Sumergirme en la basura, ensuciarme de odio.
Huí. Las luces del asilo de huérfanos brillaban al kilómetro. O quizás a dos, no sé. El viento soplaba, movía las chapas. Por fin estaba solo. Pero no fue así al día siguiente, porque un oso me hablaba. Se lo veía borroso y a contraluz. Al rato de hablarme en idioma oso, me arrastré por las piedras hasta tocar las vías del tren. Finalmente me cargó por un bosque de pinos y pehuenes. Tapaban la luz, me encerraban. Los colores eran saturados y los hongos bellos. Los brazos del oso me sostenían, firmes.
- -Tranquilo, ya estás cerca- decía la voz.
Cuando abrí los ojos respiraba un aire caliente. Una niña pintaba al lado de una cuna y el oso, convertido en hombre, cortaba verduras.
- -Ji, jo, ji, jo- niñas desnudas desaparecían y corrían por la cueva. Sí, una cueva que fue y seguirá siendo mi hogar.
La mente hace cosas maravillosas, abstractas. Pero nunca pensé que fuese a manifestarse concretamente. Sin intermediarios. Independencia total.
Son trucos. Estoy delirando. Es magia. Tengo que escapar pero el hambre gana. Las verduras se cocían y el hombre preguntaba sobre mí, la niña contestaba. Sabía todo. Terminé de comer y vomité, me golpeé la cabeza. Estaba enfermo y por eso dormí.
Éramos uno. No importa. Pronto me acostumbraría. Los siguientes tres años estuvieron repletos de aventuras e informalidades.
Era verano. Caluroso. Fines de julio.
Cicatrices recorrían un extraño pero familiar rostro. Lo intenté tocar y se escabulló. Se deformó. Una rubia, dos negras y un oso se zambullían en una gran laguna de aguas turquesas. Era la única estación del año para el baño.
No me reconocía. No había visto un espejo en años, pero no importaba porque solo bastaba con mirar a los demás en busca de uno mismo.
La vida se da vuelta como un panqueque. Ricos y con mermelada como los hacía Miriam.
No volvía. Lo esperábamos. Entonces salimos a buscarlo. Un viejo pero hermoso roble lo había aplastado. Pobre.
Mis manos sudadas recorrían un aireado cuero que estaba sobre la mesa. Acababa de decir algo realmente importante. Y algunas frases resonaban en mi mente: …se encargará de todos ustedes…pero nunca se separen…tengan contenta a la señorita Kew.
A veces lo extraño, digo al oso, al alfa, al cabezón, a Lone.
Alicia Kew quería al Gerry del orfanato. Sumiso y educado. Dócil y manejable.
- -Joven, si vas a vivir en esta casa tendrás que aprender a ser más educado- me dijo una vez.
La mansión en la que pasamos a vivir era enorme y distinta. No era como en la cueva; porque allí éramos felices. En lo de Kew, estábamos Beanie y Bonnie, Janie, el bebé y yo. Además de Alicia y Miriam. Pero en esa casa, ¿realmente coengranabamos?
En nuestro séptimo día en la casa, a la hora de almorzar, Miriam se adentró en la cocina con las mellizas. Mientras, Janie y yo fuimos comer con Alicia.
- -Los conflictos fueron frecuentes esos tres años, sabes, Stern. No nos dejaban tranquilos.
Con este hecho, se germinó un gran conflicto.
- -¿Por qué las mellizas no comen con nosotros?
- -Son negras, Janie; sigue comiendo- respondió seriamente Alicia
Llamé a Beanie y Bonnie porque consideraba que todo eso era una gran estupidez. Pero cuando
aparecieron en el comedor, desnudas, la señorita Kew montó en cólera.
- -Váyanse de aquí, demonios camuflados- nos gritó a todos.
Con el bebé en mis brazos, las mellizas y Janie siguiéndome, atravesamos el porche hasta que
nos detuvimos en seco. Era Alicia. Estaba sin aire y con las venas del cuello hinchadas por la ira.
- -¿Entonces…?- preguntó Stern.
- -Finalmente, de ahí en más comimos en una galería con vidrios, en la que una puerta daba al comedor (donde seguiría comiendo Kew) y otra a la cocina- exclamé distraídamente.
La luz del sol ingresaba a la habitación haciendo notar el polvo que revoloteaba. El acolchado de
plumas crujía al menor movimiento. Un pájaro cantaba en la cuadra. Nada me molestaba.
- - A su voluntad, reina Alicia- me levanté diciendo esa mañana.
Una remera azul se caía desde un armario. Yo la veía caer lentamente; sin nada poder hacer. Un
armario ‘mío’ y de nadie más. Minutos después, una ecuación de cuatro incógnitas me atosigaba.
- - ¿La raíz cuadrada de 144? Vamos, Gerry. Fácil- hostigaba Alicia, inclinada sobre la mesa.
En otro momento eso me hubiese molestado. Pero ahora su perfume daba vueltas en mi cabeza.
Olía a morado y a lavanda. Era dulce.
- - Y esa misma noche la maté. Simple y rápido, Stern – dije.
- -¿Cómo?
- -¡Eso es todo!- grité.
- -Ah- exclamó extenuado.
- -Salí de mi habitación, atravesé el bendito vestíbulo, entré en su dormitorio y la maté- grité, tratando de calmarme.
Los iris como ruedas. Dan vueltas y más vueltas. Stern no es tonto. Sabe, porque es un buen
sanacabezas y su vista siempre baja. Es así, lo sé. Realmente me ayudó. Inconscientemente,
claro. Fui sumiso de su voluntad. Soñando, como un soñador, aquello que consideraba remoto.
Él fue algo así como un puente entre el ‘yo’ y su pasado. Entre el ‘sí’ y su ‘porque’. Entre Gerry
y los demás. Pero… ¿entre Gerry y la ‘moral’? No. ¿La moral? Ese es Hip.
Vuelvo en sí, me duele el cuello. Estoy ciego. Los iris como ruedas… « ¡No, ya basta!» me digo.
Creo que algo está sucediendo conmigo, pero no sé que es. ¿O sí? «Esto es lo más cercano a un
sentimiento humano» me digo.
-Vergüenza- exclama Hip-y añade: Así se llama lo que sentís.
Estoy a punto de desmentirlo cuando me doy cuenta que no puedo emitir palabra alguna, ya que
el cuchillo que Hip sostiene sobre mi cuello hace la presión justa y necesaria.
De que Lone había sido un genio, no cabía duda. Y de que Hip no debía hacerse responsable de
cambiar el mundo. Tampoco.
Porque alterar el orden del tiempo y transporte en escalas ilimitadas no es humano. Hip Barrows
se encontraba a punto de cambiar la cosmovisión global. Pero allí me encontraba yo, firme y
responsable. Hice delirar al más cuerdo, porque Gestalt no es Sapiens.
-Enfermate y morí- le susurré a Barrows aquella vez.
No pudo con mis iris. Se recuperó después de bastante tiempo. Recio salió.
Sin embargo, heme aquí. En un invernadero, con paredes blancas y lisas. A los 27 años. Tan
tarde y aceptando la moral.